martes, 17 de enero de 2012

Bio(i)logicismos

Es imposible plantearse la idea de un hombre que carezca del registro simbólico tal como lo planteaba Lacan. El símbolo es aquél horizonte otorgado por el Otro a través del cual el sujeto ocupará un lugar para el Deseo del Otro, intentando satisfacer su Demanda, en el caso del neurótico, o realizando su Voluntad, en el caso del perverso. Lacan es un cuenta cuentos seductor en cuyas historias resurgen verdades de proporciones míticas en la medida en que resucita el carácter subversivo del psicoanálisis freudiano. Massotta menciona en su libro: Lecciones introductorias al psicoanálisis Freud/Lacan, que, si tuviéramos que establecer una lectura estructurada de la obra freudiana, éste ordenamiento sería determinado por el uso (inconsciente?) que hace Freud del significante.

Resulta obvio que una de las lecturas predilectas de Lacan con respecto a la obra freudiana es Mas allá del principio de placer. Por qué?, precisamente porque Freud retorna en esa obra al carácter propiamente significante de su obra, que paulatinamente perdía vigor en la medida en que lidiaba por establecer el carácter dual de las pulsiones, o lo que él mismo llamaba, según Lacan, su "mitología".

La pulsión de muerte es precisamente lo que más tarde Lacan equipararía a esa insistencia simbólica, esa compulsiva repetición cuyo motor es el significante amordazdo, extraviado, que golpea sin cesar las paredes abigarradas del laberinto psíquico del hombre, remitiéndolo perpetuamente a su malestar.

Si el psicótico no es capaz de establecer un discurso del mismo modo que el neurótico, esto no se debe a su ausencia de símbolos, sino a que, para él, el espejo está roto. El psicótico lleva el símbolo al estatuto de real. Por eso la alucinación resulta literalmente aterradora. Lleva su objeto a en el bolsillo.

Un hombre sin símbolos es una utopía degenerada, y por demás, imposible.

Una mala lectura freudiana podría coquetear con la idea de los instintos como la base psíquica del hombre, y de ahí bien podríamos derivar en las "necesidades humanas". Lo Real, en efecto, se impone perpetuamente al hombre. Lo trasciende. Sin embargo, resulta ridículo suponer que éste se enfrentará sin más a ese Real, prescindiendo de las coordenadas simbólicas que lo sujetan al lenguaje.

Freud tenía ante sí dos posibilidades linguísticas para significar su mitología... instinto, (instinkt) y pulsión (trieb). Se decide por esta última, según la traducción de James Strachey.

El instinto tiene una meta determinada de antemano. Los salmones hacen el mismo viaje de manera invariable. La pulsión tiene una meta... imaginaria. Y que es la imagen sino la posibilidad de reconocimiento dada por el Otro, en la medida en que para hallar el espejo cóncavo dependemos directamente del espejo plano, que simboliza precisamente al Otro del lenguaje. La meta de la pulsión es contingente.

Equiparar al hombre a un mero amasijo de necesidades biológicas lo degrada a un plano Real del cual, en la vida cotidiana, siempre es excluido.

Me parece que el discurso biologicista en el cual se pretende inscribir al hombre, aún a costa del reconocimiento de su deseo corresponde a una ideología implícita degradante: Si el hombre es un animal, entonces es normal que se comporte como un animal. Las criticas que en su momento obturaron la divulgación de la teoría psicoanalítica por una sociedad victoriana que se horrorizaba ante la naturaleza sexual de sus niños, parecen enmudecer ante la constante tendencia de animalizar al hombre a través del más degradante hedonismo.

El hombre no se rige por necesidades, sino por deseos, y, por paradójico que resulte para los mojigatos defensores del yo, es precisamente gracias a su deseo que el hombre es capaz de elevarse por encima de sí mismo, en la medida en que este es la otra cara de la Ley. El hombre desea gracias al deseo del Otro. Reducir los discursos a un plano biologicista constituye implicitamente una progresiva (regresiva?) disolución de aquellos ideales del yo que posibilitan al hombre buscarse en el otro a través del símbolo, más allá de la rivalidad imaginaria promovida por el Otro posmoderno.

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