miércoles, 1 de febrero de 2012

Cosmogonía del silencio

El silencio es un tumor cancerígeno que es preciso drenar de vez en cuando. Está alojado a tal proximidad del ser que extirparlo es una operación utópica. Se expande de un modo sigiloso, alimentándose subrepticiamente de promesas desbaratadas en la lejanía del horizonte, de viejas cicatrices que ladran su dolor en el invierno. Allí vemos al silencio amordazando cada lágrima que anega en la mirada. Descalabrando de un culatazo el grito de indignación que se eleva en nuestro joven torrente sanguíneo. Acuchillando nuestro vientre hambriento con diligente formalidad. Disecando metáforas con una antorcha de tungsteno. Domesticando nuestra propia muerte a cucharadas. Muerte dócil, dosificada. Espurio. Jubilando nuestra demente soledad, cuyo único júbilo, si es que tuvo alguno, fue crucificado en un formato de pensión.
El silencio no está diseñado para reventar. Su existencia, basada en la acumulación de sombrías remembranzas, responde a un orden mucho más superior, de características cósmicas. El silencio implota. Las estrellas, que constituyen su semejanza, son en el fondo tumores del malestar de la creación. La resaca del buen Dios. El silencio, fatigado de saberse, se devora a sí mismo con voracidad antropófaga, creando un espiral cuyos valores negativos sobrepasan las dimensiones ontológicas de la existencia. Nuestro errático rumbo se detiene. Incapaces de lanzar nuevamente los dados al tablero, cesamos.
Si es al lenguaje a quien debemos nuestro linaje humano, al silencio le debemos nuestro débil parentesco con los dioses.
Ya Cioran se anticipaba a este razonamiento, al afirmar que no hay nobleza sino en la negación de la existencia.
No existe hasta la fecha ninguna intervención capaz de drenar nuestro silencio por nosotros. Hasta ahora la Academia sólo ha sido capaz de alfabetizar nuestras heridas, lo cual es equivalente a saturarnos de morfina.
Existe una leyenda según la cual, cierto hombre logró arrancar de sus fauces el secreto radical de su naturaleza. La llamó Inconsciente.
Sus contemporáneos lo odiaron, lo amedrentaron, le vociferaron el pánico del siglo.
Inauguró a contracorriente un ceremonial para todos aquellos hombres cansados de morirse a perpetuidad. A aquellos que habían dado una dentellada ingenua a lo Real, les destrabó la quijada.
Incluso en esta época, que precisamente se caracteriza por su capacidad estridente, algunos hombres, en un destello de lucidez, gustan de desangrarse solitariamente, inspirados por esa leyenda, con el escalpelo acerado de su historia.

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